Desde que supe de este lugar por fotos, allá por los comienzos de la fotografía digital en internet, es decir, en webs como Fotolog o Flicker, no he parado de deambular e investigar por esos territorios. Podría ser un sitio para desaparecer del mundo, y lo es, un lugar para desaparecer de todos y entrar en contacto sólo con uno mismo, la naturaleza y los fantasmas del pasado.
Lo que en un principio fue un acto meramente fotográfico paisajistico-natural, se convirtió en una experiencia de desconexión total, hasta llegar a convertirse en algo casi espiritual. Cuando estoy por allí siento que no estoy solo, es curioso, pero florece en mí una unión con los que ya no están. Si estoy confuso, ansioso, o algo no me va bien suelo coger mí cámara y me pierdo por esos caminos paralelos, transversales: un laberinto entre agua y lodo.
Después, con el tiempo, empecé a tener la curiosidad, desde un punto de vista antropológico: su gente, la arquitectura, incluso, por qué no, su gastronomía.
Pero lo que más me llamó la atención -y me sigue llamando-, por encima de todo, es ese misterio que rodea al lugar: ese silencio, sus horizontes, la soledad y esa arquitectura abandonada esparcida sobre miles de hectáreas que parece estar contándonos algo.
Cuando conocí el trabajo deAtin Aya, todavía más me animó a conocer más a fondo el lugar. Vestigios de un pasado complicado. Porque lo que a veces sientes en ese lugar —a cada camino, casa y paisaje que te encuentras—, es que allí ocurrió algo que pocos saben. El misterio es algo que va unido incondicionalmente a la topografía del lugar. Las pinturas rupestres que encuentras en cada interior de cada casa abandonada invitan a imaginar como de dura tuvo que ser la existencia de los que allí vivían entre humedales de lodo, mosquitos, o el calor sofocante del verano.